Ópera italiana en Chile: de las tablas a las marchas
Cuando la ópera arribó a Chile en 1830, pocas personas lograron dimensionar cómo afectaría este género a la cultura local. Para entonces, la aristócrata española Isidora Zegers (1803-1869), residente en Chile desde 1823, ya había dado luces dentro de la alta sociedad acerca de qué se podía esperar de la ópera a través de sus recitales de canto y piano. No obstante, el impacto de lo que luego sería conocido como «la fiebre italiana» aún estaba lejos de verse.
Para la sociedad colonial, los placeres mundanos se encontraban restringidos a unas cuantas celebraciones: las fiestas religiosas, las conmemoraciones de aniversario de la familia real española y las reuniones privadas que se hacían tanto en los salones aristocráticos como en las chinganas. Por esta razón, la llegada de la ópera italiana generó un fuerte remezón en la ciudadanía criolla y mestiza que, buscando una identidad no-española tras la independencia, vio con gran asombro que era posible entretenerse con unas poco decentes historias basadas en infidelidades, enredos y traiciones.
¿Ópera de élite?
A pesar del estigma de clase que rodea hoy en día a la ópera, durante el siglo XIX este género gozó de gran popularidad entre toda la sociedad. Tanto las familias de élite como los sectores burgueses y obreros disfrutaron de las giras que las compañías italianas de ópera realizaban en América y que se instalaban en cualquier escenario en el que se pudieran lucir.
Sin embargo, la creciente fama de la ópera llevó a que cada vez más personas influyentes abogaran porque el Estado se hiciera cargo de, o facilitara, la producción operática. De esta forma, en 1844 se inauguró el Teatro Victoria de Valparaíso, y en 1857 el Teatro Municipal de Santiago. Aunque estos teatros se construyeron con modos, recursos y objetivos distintos, tenían en común el interés por promocionar la ópera. El Victoria, de iniciativa privada se abocó al negocio de la ópera italiana[i], mientras que el Municipal de Santiago, sirvió como un edificio especializado para la representación de escenas musicales, así como impulsó la formación de intérpretes y el desarrollo de oficios técnicos relacionados con las artes escénicas.
Los costos de mantener un teatro de ópera superaban con creces los de las compañías italianas que giraban durante temporadas completas en América, por lo que el acceso a las obras líricas se fue limitando de acuerdo con la capacidad de pago de las audiencias. Así, lo que empezó como una diversión transversal a distintos sectores de la sociedad republicana, se fue convirtiendo poco a poco en una expresión artística reservada para la crema y nata de la capital que no dudó en hacer del teatro un espacio suyo para sociabilizar.
Entre arias y coros
Antes de que la ópera italiana se transformara en un producto de consumo exclusivo de las élites, las músicas y libretos ya habían circulado entre la población, que los conocía bien tanto por asistir a los espectáculos como por leerlos impresos. Era común que las jóvenes de alta sociedad adquirieran partituras de arias, dúos y arreglos para piano de las secciones más famosas de las óperas de moda, las que iban traspasándose de mano en mano y de boca en boca con cada tertulia. Pero los coros no eran igualmente favorecidos en estas reuniones, ya que la música de los salones no solía ser el cuadro principal de un evento, sino un complemento para la sociabilidad.
En contraste, en la clase trabajadora la práctica del piano y el canto lírico belcantista no estaba extendida a la mayoría —solo las niñas de la élite recibían clases de música como parte regular de su educación básica—, sino que era cultivada por un grupo reducido que sabía solfear y tocar. Debido a ello, entre los grupos obreros el impacto de la ópera italiana se relacionó más con el canto de coros que con la interpretación de partes solistas, pues las mismas características del género favorecían la rápida memorización de las partes comunitarias.
Contrafacta y militancia
Los movimientos políticos y sociales interesados en generar adherencia desde las bases vieron el potencial de la música para generar comunidad. Al enfrentar la decisión de cómo usar este recurso para llegar a la mayor cantidad posible de personas, notaron que la manera más eficiente consistía en acercarse desde lo ya conocido.
Los coros de ópera se convirtieron en uno de los objetos preferidos de los poetas y músicos militantes, quienes escribían textos que se podían hacer calzar en la música italiana y que eran fácilmente cantables en mítines o manifestaciones populares. De esta forma, solo debían imprimir las letras de las canciones políticas, pues al indicar con qué melodía se cantaba, ya cualquiera podía hacerlo. Esto contrastaba con el uso que las élites le dieron a la ópera, ya que, salvo excepciones, nunca incorporaron los números corales como parte de su repertorio habitual.
Aunque los coros de ópera eran muy conocidos durante el siglo XIX, las melodías originales se fueron olvidando con el transcurso de los años. Esto se explica porque eran poco interpretadas fuera de los Teatros—solo las agrupaciones de aficionados hacían conciertos públicos de vez en cuando— y, en consecuencia, en la medida en que no hubiese partituras disponibles, la información se iba transmitiendo de modo oral. Lo anterior también afectó a los cancioneros obreros, puesto que la correspondencia entre texto y canción popular era tan conocida por todo el mundo, que, en no pocas ocasiones, se omitía la indicación sobre cómo se cantaba.
En síntesis, la ópera italiana que se desarrolló en Chile y América durante el siglo XIX alcanzó distintos niveles de penetración en la ciudadanía. Por un lado, se consolidó como la principal fuente de entretención social, tanto por lo novedoso de su formato como por la originalidad de sus argumentos. Por otro, facultó a la población para cultivar la práctica de las canciones para solistas y conjuntos y, de esta forma, darle nuevos usos al género.
Por Constanza Arraño Astete
Investigación Proyecto Fondecyt 11221019
[i] Izquierdo, 2021. The Invention of an Opera House: The 1844 Teatro Victoria in Valparaiso, Chile. Cambridge Opera Journal 32-3-3, 129-153.